Autor: Javier Nespereira García
Si la memoria no me falla, es muy posible que tres cuartas partes de mis compañeros de la EGB fueran hijos de trabajadores de la industria del automóvil. Todos ellos veraneaban en el pueblo de alguno de sus padres, protagonistas del éxodo masivo que en las décadas de los sesenta y setenta vació los pueblos españoles. El otro cuarto de la clase, en el peor de los casos, solía pasar el verano en el pueblo de sus abuelos.
Mis hermanos y yo fuimos hijos y nietos de la ciudad. Tuvimos la suerte de pasar los veranos en una urbanización con muchos árboles y con piscina, pero con la sensación de vivir una continuación distendida de la vida urbana. Sin plaza, sin fiestas, sin iglesia, sin ruinas de adobe, sin las palabras que sonaban nuevas en boca de las abuelas o de los tíos que aún labraban las tierras de cereal, sin una mitología infantil que alimentara de historias el invierno en la ciudad. Como si no tener pueblo equivaliese a no tener verano, a dejar incompleta nuestra educación sentimental.
El ensayo de Sergio del Molino La España vacía (Turner, 2016) habla por primera vez de esta idea – ¿de esta obsesión?– de una parte de mi generación, de quienes nacimos en las ciudades de la España de la década de los 70. Habla de esta idea de un origen rural aferrado a nuestra memoria, individual y colectiva, y que, en mayor o menor medida, ha condicionado nuestra forma de estar en el mundo, y de vivir en España. O donde vivamos.
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