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El coche como «derecho»

Unos meses antes de las últimas elecciones municipales, en un barrio de clase trabajadora de una de nuestras ciudades, un ciudadano se dirigía así a su alcaldesa en un acto de protesta porque estaban suprimiendo plazas de aparcamiento delante de unas escuelas para hacer la zona más accesible a los peatones; sobre todo a las familias con niños:

“En nuestra ciudad… las empresas se han ido deslocalizando y la gente para ir a trabajar tiene que coger el coche cada mañana, irse a los polígonos para trabajar porque las empresas se han marchado. Si nos quitan las plazas de aparcamiento… cómo van a ir las personas a trabajar. Pero no solamente a trabajar, cómo vas a irte de fin de semana, cómo vas a ir de vacaciones o cómo vas a llevar a tus hijos a la playa o al campo. Si nos tenemos que quedar en casa a lo largo de toda la vida porque nos eliminan las plazas de aparcamiento… el coche quedará reservado para las élites que tienen sus cocheras y que tienen sus chalets con plazas de aparcamiento. Y la clase media trabajadora, pues nos quedaremos en casa toda la vida. [Aplausos]”.

https://es.greenpeace.org/es/que-puedes-hacer-tu/consumo/movilidad/

En esta breve intervención, este ciudadano resume la historia de cualquier barrio obrero de nuestras ciudades en las que se encuentran coches aparcados en las calles porque la mayoría de sus bloques de protección oficial se edificaron en los años 50-70 cuando aún no se construían con aparcamientos. A partir de ese momento, esta clase trabajadora empezó a comprarse coches cuando los necesitaba para desplazarse a los nuevos polígonos. Y, a partir de aquí, se inició la costumbre de la movilidad en el fin de semana y en las vacaciones. A los pueblos llegaban también en verano las familias que se habían ido a trabajar a las ciudades. Lo novedoso era que llegaban con coches más modernos cuando a veces los del pueblo aún no los tenían, o solo tenían furgonetas de segunda mano para ir al campo; mucho menos para las vacaciones, concepto y costumbre que todavía no existía en el rural. El coche empezaba a ser un símbolo de progreso solamente para quienes se habían ido a trabajar a la ciudad. Posteriormente, en las décadas siguientes, estos pueblos se llenaron también de coches por todas partes. Aquí no era problema el aparcamiento.

La explicación del ciudadano anterior añade un argumento novedoso con el que se opone a la supresión de una serie de aparcamientos en su zona por razones medioambientales: la consideración del coche como un artefacto imprescindible en su vida (no solo como parte de la movilidad laboral, sino incluso en su tiempo libre) porque lo iguala socialmente con las clases medias y altas de la ciudad. Surge así la metáfora implícita del “coche privado como derecho”, identificando este objeto o artefacto como una categoría que debe ser preservada desde el ámbito legal.

El problema es que este supuesto derecho colisiona en el momento presente de las ciudades con el derecho a la salud por la contaminación excesiva del aire; en el caso concreto que nos ocupa, con el derecho de la infancia a tener entornos escolares libres de contaminación porque la hora de la entrada a los colegios suele coincidir con los picos de mayor densidad de tráfico.

Espacios verdes en Barcelona

En ese mismo acto de protesta, otro ciudadano continúa en la misma línea del anterior, incluso ya explicitando lo que venimos considerando como la metáfora del coche como derecho:

“No no no, los proyectos se diseñan, se consultan, se presentan, se aprueban y hay que hacer el menos daño posible, y hay que respetar todos los derechos y todos los intereses; y no se hace, no se hace. [Aplausos] […] Yo estoy de acuerdo con tu zona verde, pero tú tienes que estar de acuerdo con mis derechos”.

Cuando un derecho no se cumple, se produce un perjuicio para la persona que no lo recibe; es algo evidente y casi una opinión unánime en el campo de la educación o de la salud, por ejemplo. Este segundo ciudadano sigue considerando que tiene derecho a tener un coche y un aparcamiento público para estacionarlo, con lo cual quedan mermados sus derechos si el ayuntamiento se lo quita. Él lo califica como un “daño” recibido. Por ello justifica que las obras municipales tienen que diseñarse y hacerse solamente con el acuerdo ciudadano con una consulta previa. Acepta que se puedan hacer zonas verdes, pero siempre que no le quiten el espacio público que necesita para dejar su coche al que considera tiene derecho como ciudadano de esa ciudad.

Vemos así dónde radica el problema y el conflicto entre estos ciudadanos y su alcaldesa. Una alcaldesa a la que, según la normativa europea actual, se le obliga a reducir la contaminación de la ciudad en unos niveles concretos y en un plazo determinado. En consecuencia tiene que empezar a rediseñar la ciudad de otra forma para conseguir lo que se le exige desde Bruselas; de otra manera la ciudad será penalizada por ello. Sin embargo, si decide ir en contra de la concepción del coche como derecho de sus ciudadanos, también los de la clase trabajadora, esta no le votará en las siguientes elecciones. En su lugar, puede votar, por ejemplo, a los negacionistas del cambio climático, con lo cual en lugar de mejorar la contaminación en los años siguientes aún se podrá agravar más el problema.

En este punto, los lectores ya pueden advertir que el problema que estamos planteando con estos dos testimonios no es una narrativa inventada, sino algo que ha sucedido en varias ciudades españolas a lo largo del pasado año: donde el alcalde anterior había construido carriles bici ahora se quitan para volver a poner aparcamientos y poder llegar así más fácilmente al centro; donde se había diseñado un entorno escolar con zona verde, se deja tal cual para que sigan estacionados los coches; etc. No necesitamos decir dónde han sucedido todos estos ejemplos porque solo tenemos que seguir las noticias con cierta atención e ir poniendo el nombre en cada caso.

Son ciudadanos enfadados porque les han perjudicado en algo puntual. En algunos casos incluso pueden llegar a votar a quienes les ha dado por contradecir a los científicos, considerándolos una especie de agoreros de tiempos apocalípticos en el tema del cambio climático. Los datos empíricos que los científicos les aportan (más objetivos porque son ya abrumadores), no les interesan porque se han encerrado en su marco conceptual en el que creen está la única verdad.

En este contexto, no dudamos ya de que las democracias están en peligro porque empiezan a parecerse a las comunidades con ideas totalitarias. Se trata de sociedades en las que no se puede argumentar y contraargumentar con el fin de llegar a ciertas posiciones de consenso; tampoco se parte de evidencias científicas avaladas empíricamente en cada momento puntual y luego como un proceso continuo.