Archivos mensuales: julio 2024

La era de la información digital masiva

Una característica del capitalismo presente que destacan pensadores diversos es la de considerar a las personas como consumidores de los que es necesario obtener datos de su perfil o perfiles a través de su comunicación en las redes sociales. El móvil, como principal prototipo de este “régimen de la información”, como indica el filósofo Han (en su libro Infocracia, 2021, traducido en Taurus), deviene el principal instrumento de la vigilancia que se ejerce a los individuos, pero se realiza con total libertad. Con el smartphone nos hacemos transparentes y aportamos datos que luego recogen los algoritmos de las grandes empresas de datos para sus fines comerciales.

Es una dominación, como las anteriores, pero en esta última los individuos se sienten libres, a pesar de que se agrupan en comunidades en los que los líderes son los influencers que han interiorizado estas técnicas neoliberales de recogida de datos. Destacan, prosigue Han, los influencers de viajes, de belleza, de fitness que invocan sin cesar la libertad, la creatividad y la autenticidad. Y nos proponen a ellos mismos como modelos a seguir, y con ello el consumo de determinados productos, al mismo tiempo que conseguimos una identidad determinada con ese estilo de consumo.

Lo decisivo de este capitalismo es la posesión de la información que aportan los usuarios de las redes con el fin de elaborar continuamente perfiles de comportamiento. Con ellos, intentan luego influir en ellos de forma inconsciente, por medio de la publicidad fragmentada según los tipos de perfiles que realizan los algoritmos.

Otro aspecto que destacan Han de los medios digitales es que son rizomáticos, es decir no tienen un centro de difusión. La esfera pública se desintegra en espacios privados centrados en objetivos concretos. La atención ahora no se centra en temas comunes compartidos por resto de la sociedad, sino en informaciones puntuales que pasan continuamente, de forma acelerada y fragmentada. No son relatos de hechos que crean continuidad temporal, sino secuencias de información que pueden reflejar comportamiento inteligente para resolver cuestiones puntuales a corto plazo, pero no producen comportamiento racional.

En la comunicación digital predomina por ello la comunicación afectiva, basada en las emociones. En ella no prevalecen los mejores argumentos, sino la información “con mayor potencial de excitación” (Han, p. 35), como los fake news. Un ejemplo de ello ha sido el expresidente Trump. Actúa como un algoritmo completamente oportunista, guiado solo por las reacciones del público. No le preocupa ofrecer una buena imagen como político, porque está dirigiendo una implacable guerra de información.

A este tipo de comportamiento, Han lo denomina infocracia. La verdad y la veracidad ya no importan. Con ello, la democracia se hunde en una jungla impenetrable de información (p. 41).

La atomización de la información nos hace prescindir de la voz del otro y con ello surge la pérdida de la empatía. Los individuos se aferran desesperadamente a sus opiniones porque de lo contrario ven amenazada su identidad. Esto complica la comunicación orientada al conocimiento porque la red resulta “tribalizada” en grupos incomunicados y con identidad propia. En ellos se extienden también las teorías de la conspiración, con la difusión de información que no se corresponde con los hechos, porque abandonar las convicciones propias implica la pérdida de la identidad, algo que debe evitarse a toda costa: “Fuera de este territorio tribal solo hay enemigos, otros a los que combatir” (p. 53). Las fake news no son simplemente noticias falsas, sino noticias que atacan la propia facticidad; no interesa comprobar su veracidad. Es un fenómeno que se da más en las derechas, afirma Han, aunque también ocurre en grupos concretos de izquierdas.

Escuchar al otro es un acto político en la medida en que integra a las personas en una comunidad y las capacita para el discurso. Pero en las “tribus” de la red solo se da la opción de escucharse a sí mismo y a los del propio grupo. Por ello, en la red los individuos disponen de información, pero es una información que desorienta y no proporciona conocimiento ni argumentos racionales; tampoco conduce al consenso en los desacuerdos, un aspecto fundamental para conseguir la cohesión social (p. 83).

A la verdadera democracia, concluye Han, le es inherente algo heroico. Requiere de aquellas personas que se atrevan a decir la verdad… Solo la libertad de decir la verdad (o las verdades con consenso, añadimos por nuestra parte) crea democracia.

La posverdad

Como explica el investigador americano Lee McIntyre, autor del libro que lleva ese título («Posverdad», publicado en 2018, luego traducido en Cátedra), es un fenómeno que se hizo popular en el mundo anglosajón cuando los diccionarios de la editorial Oxford consideraron este término como la palabra del año en 2016. Justo este año coincidía con la revelación de que la votación del referéndum del Brexit había estado plagada de noticias falsas, distribuidas a través de las redes sociales. Igualmente, coincidió con el ascenso al poder de Donald Trump, quien inauguró un estilo público lleno de afirmaciones que no se correspondían con los hechos.

https://www.pexels.com/search/fake%20news/

Los distintos diccionarios de las lenguas comienzan también a introducir este nuevo término con su definición. La que se incluye en el diccionario electrónico de la RAE dice así:

Posverdad (post-truth) 1. f. Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.

Es el intento intencionado de producir desinformación o deformación de la realidad para que el mensaje encaje con las opiniones de quienes las difunden. La correspondencia de las afirmaciones con los hechos ya no interesa. Los discursos son siempre interpretables, pero ahora se atiende a otra dimensión mayor: la falsificación.

La manipulación en la difusión de las noticias ha existido siempre, pero la dimensión actual y su repercusión es mucho mayor. Cuando Donald Trump y sus seguidores, señala McIntyre, mantenían que el cambio climático era un fraude inventado por el Gobierno chino para arruinar la economía de su país, hay otro aspecto implicado mucho más grave: “No se trata simplemente de que los que niegan el cambio climático no crean en los hechos, es que solo quieren aceptar aquellos hechos que justifiquen su ideología… Los negacionistas y otros ideólogos abrazan rutinamente un estándar de duda obscenamente alto respecto de los hechos que no quieren creer, junto con una credulidad completa hacia cualquier hecho que encaje con sus planes. El criterio principal que utilizan es el que favorece sus creencias preexistentes. Esto no supone el abandono de los hechos, sino una corrupción del proceso por el que estos hechos se reúnen de forma creíble y se usan de manera fiable para conformar las creencias que uno tiene sobre la realidad” (pp. 39-40).

Por tanto, lo que se observa es que los acontecimientos se conforman con el punto de vista político de quienes los afirman. La posverdad equivale así a una especie de supremacía ideológica a través de la cual sus practicantes tratan de obligar a sus seguidores a que crean en algo concreto, tanto si hay evidencia a favor como si no.

En el ámbito de la ciencia, se observa en el hecho de que los resultados científicos se cuestionan ahora abiertamente por personas inexpertas que discrepan de los científicos. Es el negacionismo científico expresado de forma sistemática. Ante esto, el científico a veces pregunta: “¿dónde está tu evidencia?”. Pero los negacionistas simplemente no responden.

El ejemplo más paradigmático de este negacionismo ha sido en los últimos años el tema del cambio climático. A pesar de la unanimidad de los científicos sobre el incremento de la temperatura global y sobre la constatación de que los humanos son la causa principal de que así sea, se ha convencido al público para que piense que existe una gran controversia científica sobre el asunto. En un análisis sobre ello en 2013, se comprobó en una muestra de 4000 artículos académicos que el 97% de los científicos corroboraban el cambio climático, frente al 27% de los adultos estadounidenses que no lo creían (la fuente fueron encuestas de opinión realizadas al respecto). Hay una divergencia entre lo que piensa la comunidad científica y lo que cree la ciudadanía. Es una duda que se ha fabricado en la opinión pública, señala McIntyre (p. 57), durante los últimos veinte años por quienes tienen un interés financiero en promoverla. Con todo, esta desinformación masiva no es nueva, tuvo su origen más evidente en el negacionismo sobre los efectos perjudiciales del tabaco en EEUU, extendido en los años cincuenta por las empresas del sector.

Las causas psicológicas de esta extensión de la desinformación parecen estar en lo que se conoce como “sesgo cognitivo”. Nos sentimos mejor pensando que somos inteligentes, que estamos bien informados y que somos personas capaces, más que pensando que no somos nada de eso. Y esta tendencia tiende a reforzarse y a convertirse en algo razonable, cuando estamos rodeados de otras personas que creen en lo mismo que nosotros. En el presente, esta tendencia se ha agrandado con la participación masiva de la ciudadanía en los distintos grupos en las redes sociales y con el debilitamiento de los medios de comunicación; algunos de ellos convertidos en eco de estos debates polarizados e incluso algunos de ellos meros transmisores de ciertas noticias falsas para atraer audiencia.