Este título es parte del título del libro póstumo del historiador catalán Josep Fontana, fallecido en 2018 (Editorial Crítica Barcelona 2019). En él realiza un recorrido histórico del nacimiento del capitalismo y de los movimientos democráticos incipientes entre 1756 y 1848. En esta entrada, damos cuenta de sus ideas finales con el fin de poder entender mejor lo que está sucediendo actualmente con el capitalismo, de manos de un historiador de prestigio.
“Mientras la revolución burguesa culminaba su triunfo del nuevo orden político de los propietarios, el capitalismo consolidaba su poder con la expansión de la fábrica y el arrinconamiento gradual de los oficios. En sus orígenes, el progreso industrial fue territorio del artesano y del menestral (trabajador manual), de la producción doméstica y de la pequeña manufactura, y las invenciones que transformaron inicialmente dicha producción empezaron siendo artefactos sencillos, ideados para favorecer la manufactura doméstica…
La fábrica apareció en Inglaterra en torno a 1720, vinculada a la producción de tejidos de seda, pero se desarrolló sobre todo al ser adoptada en la producción textil algodonera, que pudo expandirse rápidamente a consecuencia de la disponibilidad de la fibra de algodón que producían las plantaciones de esclavos… La fábrica no nacía por razones de eficacia tecnológica, sino para asegurar al patrón el control sobre la fuerza del trabajo y facilitarle la obtención de un mayor excedente. Su principal función, como asegura Andrew Ure, era entrenar a los seres humanos para acostumbrarlos a unos hábitos de trabajo regulares. Una disciplina que se empezó a aplicar a los niños reclutados por la fuerza para trabajar en la hilatura… Miles de niños, de edades comprendidas entre los 7 y 13 o 14 años, fueron enviados al norte y sometidos a una existencia de explotación, hambre e incluso torturas, que a veces terminaban en suicidio o asesinato.
La desmitificación fundamental de la versión épica de la revolución de la fábrica se pone de manifiesto en los efectos que ha tenido sobre la población trabajadora. A partir de las primeras décadas del siglo XIX se empezaron a publicar trabajos que denunciaban el empobrecimiento de la vida de los obreros industriales basándose en las mediciones de estatura acumuladas por el reclutamiento militar… El retroceso no es tanto la industrialización como, en términos generales, el capitalismo y las condiciones deplorables de trabajo.
El gran objetivo de la burguesía de finales del siglo XIX fue el esfuerzo por integrar las clases populares, y en especial la de los trabajadores, en su visión de la sociedad y de la historia, que los presentaba como vencedores de una lucha contra el feudalismo que los burgueses habrían librado en provecho de todos. La consecuencia más dramática de este engaño fue la que condujo al movimiento obrero, durante mucho tiempo, a creer en la vocación revolucionaria de la burguesía, cosa que comportó que los sindicatos peleasen por mejores condiciones de trabajo y salarios, renunciando a plantearse la transformación de la sociedad.
Paralelamente, la burguesía impondría su hegemonía cultural sobre el conjunto de la sociedad, con una concepción mecanicista del progreso basada en el determinismo cósmico de Laplace… Es la idea de que todo ha sucedido de la única manera que podía suceder y de que, como decía la señora Thatcher, “no hay alternativa”. De esta misma base, nacería una reinterpretación de la historia que dividía su curso en tres etapas, conforme a los progresos de la tecnología: la primitiva del hombre-cazador-recolector, la milenaria que surgiría de la “revolución neolítica”, con el inicio de la agricultura, la urbanización y los elementos culturales de lo que llamamos “civilización”, y, finalmente, desde las últimas décadas del siglo XVIII, la que da comienzo a la “revolución industrial”, que ha dotado a la humanidad de una capacidad extraordinaria de producción de bienes… Con esta visión podía ocultarse el papel que había tenido en todo este proceso el desarrollo del capitalismo y el trasfondo social de una historia harto compleja de ganadores y perdedores.
[Sin embargo], ha sido un desarrollo basado, inicialmente, en arrebatar la tierra y los recursos naturales a quienes los utilizaban comunalmente y en liquidar las reglamentaciones colectivas de los trabajadores de oficio con el propósito de poder someterlos a nuevas reglas que hiciesen posible la expropiación de gran parte del fruto de su trabajo… [Además], todo esto se impuso desde los gobiernos, mediante el establecimiento de leyes y regulaciones que favorecían los intereses de los expropiadores y defendiendo su aplicación con medios de represión. Las grandes pugnas políticas a las que asistimos entre 1814 y 1848 tenían como objetivo fundamental garantizar el poder a los propietarios, asegurándose de mantener a las masas, es decir, a los pobres, lejos del poder… ‘Cuando la propiedad está amenazada, no hay opiniones políticas; no hay diferencias entre gobierno y oposición’.
La actividad política de los dirigentes europeos no iba encaminada solamente a la defensa de las amenazas subversivas, sino que una de sus funciones más importantes en aquellos años era la de imponer los cambios que exigía el desarrollo del capitalismo, a costa del bienestar de la gran masa de los de abajo.
También las leyes han conducido a la expropiación de los productores individuales, es decir, a la disolución de la producción industrial basada en el trabajo propio, realizada a través de la anulación de los reglamentos de oficio y de la lucha contra la sindicación, mediante una política destinada a asegurar el triunfo de la fábrica y la destrucción de las formas alternativas de organizar la producción. Todas estas leyes que favorecieron la usurpación de la tierra y del trabajo de los de abajo no encuentran la resonancia adecuada dentro de un relato académico que, al abordar aquellos años, habla sobre todo, y como argumento fundamental, de la defensa de la libertad y la conquista de la democracia, en una evolución que habría culminado en el triunfo de la burguesía.
El progreso imparable del capitalismo, que el desarrollo del movimiento obrero frenó desde las últimas décadas del siglo XIX, con la Commune como espantajo, y que pareció detenerse entre 1917 y 1975, a consecuencia del miedo engendrado por la revolución soviética de 1917, se ha desatado de nuevo a partir de las últimas décadas del siglo XX y prosigue en el siglo XXI, en una evolución que nos recuerda la que se desencadenó entre 1814 y 1848, pero ahora con una ambición mayor… El ascenso de un capitalismo depredador sigue imparable.
En cuanto al control sobre la fuerza de trabajo, el primer objetivo ha sido recuperar el dominio total sobre los trabajadores, debilitando la capacidad negociadora de los sindicatos mediante una actuación iniciada por Reagan y Thatcher, y que ha seguido avanzando hasta dejar a los obreros totalmente desprotegidos y ha incidido directamente sobre el aumento de la desigualdad. Los salarios no han respondido tampoco al espectacular aumento de la productividad desde finales de la década de los años setenta, a causa de la pérdida de poder de negociación de los trabajadores. Además, hay una auténtica “industria intelectual” que promueve la idea de que todo va cada vez mejor en un mundo en progreso, pero el diagnóstico que aparece cuando se examina una sociedad como la norteamericana, que es la que alimenta precisamente esta teoría, no puede ser más estremecedor… El aspecto quizás más espectacular de esta reconquista del poder del capitalismo es el que hace referencia a la usurpación en el mundo campesino de la tierra y de los recursos naturales, especialmente, del agua, en un mundo en que los proyectos de eliminación de la pobreza han fracasado y en el que hay 642 millones de personas, el 8% de la población mundial, que viven en una pobreza extrema. Lo mismo ocurre con un fenómeno tan decisivo como el aumento constante de la desigualdad en las sociedades del mundo desarrollado. Los hechos demuestran que los gobiernos siguen apoyando políticas que favorecen el enriquecimiento de una minoría, como evidencia la reforma de los impuestos llevada a cabo por Trump o la tolerancia que practican en Europa gobiernos dominados por los intereses de las grandes empresas financieras que aceptan convivir con formas de evasión fiscal que se practican en países como Suiza, Holanda o Irlanda, a los que nadie se atreve a denunciar como “paraísos fiscales”.