Este es el subtítulo que David Algarra Bascón añade a su libro titulado “El comú català” (2015, Edit. Potlatch) en el que hace un recorrido de la historia del comunal o del común en Cataluña, desde la Edad Media hasta el siglo XX, momento en que se produce su completa desaparición en favor del capitalismo y el individualismo que consagran el derecho a la propiedad de la tierra.
Como característica de la modernidad, señala el autor, se encuentra la creación del estado-nación y su construcción nacional, en oposición a la pre-modernidad (o pre-capitalismo) en el que los sujetos se sentían identificados principalmente con el pequeño territorio (valle, cuenca, comarca) en el que discurría su vida, su comunidad experiencial y en el que participaban colectivamente y de forma integral en su construcción. En contra, la herencia del capitalismo es el de un individuo que delega en una minoría jerárquica las funciones que antes se realizaban en la comunidad.
La historia del comunal está ausente, dice Algarra, en la historiografía catalana y por supuesto también en los libros de textos educativos: ni rastro del poder político popular, ni del trabajo comunitario, ni de la ayuda mutua, ni de los bienes comunales, a pesar de que puede rastrearse algo de su historia desde la Cataluña íbera y luego más tarde en la Alta Edad Media (un ejemplo, es el monacato cristiano y su vida de bienes en común y de austeridad). Era esta una época en la que no existía una oligarquía rica y el poder estaba aún descentralizado y fragmentado en pequeñas comunidades locales (a partir del siglo XIII se les pasó a denominar “universidades”). Estos pequeños poblados rurales incluían familias que vivían de la agricultura y la ganadería, y del aprovechamiento de los bosques. Su autogobierno era asambleario por medio de la asamblea general de todos los vecinos (realizada normalmente fuera de la iglesia, en su puerta; pero también en la plaza, en una casa particular o debajo de un árbol), en la que se regulaban aspectos tan diversos como el aprovechamiento de los bosques comunales, el agua para el riego, la caza, los precios de los productos, el crecimiento y la regulación de la ganadería, los rebaños comunales (denominados dules), los servicios comunes como los de los molinos, las forjas; el trabajo comunal, el mantenimiento del orden, la defensa de la población en caso de ataques, etc.
Según los testimonios documentales que Algarra cita, no eran sociedades patriarcales, sino comunidades en los que las mujeres tenían también un papel, incluso en las asambleas. Según la tradición popular catalana, mantenida hasta el siglo XVIII, en las familias la heredera (pubilla) era tratada igual que el heredero (así lo indica el refrán “a la casa on hi ha pubilla, ella és qui mana i qui crida” ‘en la casa donde hay una pubilla, es ella la que manda y grita’); asimismo, se puede rastrear que las transacciones comerciales realizadas por mujeres eran relativamente altas; y, en el ámbito jurídico, la mujer conservaba sus derechos civiles: podía presentar denuncias, prestar juramento, etc.
A medida que avanzaba la Edad Media, estas sociedades comunales fueron perdiendo fuerza e independencia por el poder de la nobleza, de la iglesia y de los terratenientes; y sobre todo por el poder del estado cada vez más centralizado y que necesitaba de los impuestos de los campesinos y de sus bienes para financiar sus continuas guerras y luchas internas. El autor del libro muestra con testimonios históricos que a lo largo de los siglos, incluso ya en plena Edad Moderna, esta usurpación del poder comunal se va produciendo poco a poco, aunque también con continuas revueltas y pleitos legales de las poblaciones rurales contra los poderes tanto en Cataluña (por ejemplo, la oligarquía de las ciudades) como contra el poder absolutista estatal de los sucesivos reyes castellanos. En el siglo XVIII, el poder comunal ya muy mermado sufre nuevos retrocesos con las ideas individualistas de la ilustración (por influencia borbónica) y posteriormente con el inicio de la industrialización que necesita de las materias primas de la tierra para su avance.
El golpe definitivo llega en el siglo XIX con el movimiento liberal de las Cortes de Cádiz (tras la invasión francesa) que consagra definitivamente el derecho de la propiedad y la organización de los ayuntamientos sometidos al poder estatal (prescindiendo de los concejos abiertos y las asambleas vecinales), la derogación de las ordenanzas gremiales y la creación de fábricas en cualquier lugar del territorio con lo que el capitalismo comienza su avance imparable. En Cataluña, el apoyo de algunas zonas rurales al movimiento carlista tiene que entenderse como parte de esta lucha del poder comunal en retroceso frente a la revolución liberal centralista y burguesa del gobierno de la regente María Cristina (tras la muerte de Fernando VII y posteriormente de su hija Isabel II). En 1844 se crea la Guardia Civil, cuerpo militarizado, para garantizar el orden y en particular para proteger la propiedad. En esta misma línea centralista, Algarra sitúa el papel de la escuela, a partir de la Ley Moyano, promulgada en 1857 para ordenar el sistema educativo (una ley que pervivió en España hasta 1970).
En el capítulo titulado “El fin del modelo comunal”, Algarra incluye la siguiente cita del libro “Historia de la propiedad comunal”, de 1890, cuyo autor Rafael Altamira afirma: “Conseguido el objeto principal [de la revolución liberal], que era la gran reforma revolucionaria, se impuso el espíritu individualista que latía en su fondo, y vinieron los repartos y ventas de bienes comunales, las leyes sobre herencias y la destrucción de las comunidades familiares…”. En muchos casos, los pueblos desconocían la existencia de las vías jurídicas para reivindicar o paralizar estas ventas, con lo cual muchas de ellas se consumaron sin oposición alguna; pero también hubo ejemplos de otras que fueron desestimadas a pesar de aportar documentación (Algarra cita el ejemplo del pueblo de Saldes, en el Berguedà), porque la última palabra la tenía siempre el gobierno. Estas ventas supusieron el paulatino proceso hacia la proletarización y debilitamiento del poder del campesinado. A partir de ese momento, la agricultura y la ganadería se ponían al servicio del mercado y poco a poco su mecanización e industrialización provocaron la importación masiva de nutrientes y de combustibles externos al sistema agrario tradicional y al comunal. Así las tierras y los recursos comunales (principalmente bosques) pasaron a disposición del estado (en concreto, bajo el poder de sus ingenieros funcionarios) y de los ayuntamientos.
(Más información sobre el común en el libro de Félix Rodrigo Mora (2008) Naturaleza, ruralidad y civilización, al que nos hemos referido en la siguiente entrada de este blog: http://www.dialogodesaberes.com/2015/06/el-reto-del-rural-ante-el-cambio-climatico-el-libro-naturaleza-ruralidad-civilizacion/
En otros libros de Rodrigo Mora se puede profundizar más en este tema (http://www.felixrodrigomora.org/). Y en las siguientes entradas de este blog nos hemos referido también al común: http://www.dialogodesaberes.com/2015/04/la-defensa-de-los-montes-comunales/#more-49 y http://www.dialogodesaberes.com/2017/02/salir-del-capitalismo/).