Autor: David Pujante (Universidad Valladolid).
Debemos comenzar esta breve reflexión insistiendo en que la retórica nos enseña a construir discursos que interpretan, que explican persuasivamente el mundo que nos rodea. Por lo que hemos de desterrar definitivamente la visión de la retórica como un cúmulo de expresiones vacías o de discursos engolados, y, en el peor de los casos, falsarios. A esos discursos únicamente lleva un perverso uso de la retórica, un torpe o un interesado uso de la retórica. Cuando digo interesado quiero decir discurso con intención de engaño a terceros (a los componentes de las sociedades en las que se inocula) para obtener un beneficio artero. El discurso engolado y pretencioso solo perjudica al sujeto que lo hace, pero el discurso que persuade con intención aviesa, ese hay que atenderlo, señalarlo, criticarlo con las herramientas que nos proporcionan las diferentes teorías analíticas del discurso. La retórica es una disciplina tan antigua como moderna, que ayuda al ciudadano de hoy (como antiguamente al de la Grecia clásica) a percibir los malos usos del discurso social en todos sus campos en política, en información, en publicidad comercial.
Si durante siglos la retórica se malentendió como un aprendizaje de puro estilismo literario, que llegó a los ridículos excesos que la convirtieron en objeto de mofa en el siglo XIX: la vacía retórica de Castelar (que no era tan vacía como se dice, pero esto es otro frente), nuestro actual mundo globalizado, con su ágora infinita (todos tenemos la posibilidad de construir nuestro propio discurso y exponerlo al mundo, al mundo de las redes sociales), requiere de un freno importante: la reflexión sobre qué es construir un discurso, qué entraña construir un discurso, cuál es la pertinencia de construir un discurso y darlo a los demás.
La retórica en su versión real, no en su versión caricaturesca (lo hueco, lo vacía y lo falso del decir), se muestra como una disciplina que estudia todos los recursos de la expresividad discursiva como conjunto de construcciones que interpretan y procuran el entendimiento de las diferentes situaciones y actuaciones sociales en un tiempo y espacio determinados. Por ejemplo, es claro objetivo de la retórica analizar los distintos discursos que en estos días están interpretando el fracaso de la investidura de Sánchez.
Sin entrar en el análisis propiamente dicho, lo primero y previo es darnos cuenta de que los diferentes grupos políticos hacen una diferente interpretación (discurso diferente, relato diferente) de un mismo conjunto de hechos. ¿La misma realidad, distintos discursos interpretativos? Cada cual ve las cosas a su modo, o como puede verlas según sus planteamientos. Hablamos de la multiplicidad de la verdad discursiva.
La retórica constructivista (visión actualizada de la disciplina retórica) plantea, a la luz de lo que acabamos de decir, que la realidad humana es una construcción discursiva. No es cuestión de negar el principio de realidad, es cuestión de darnos cuenta de que nosotros entendemos el mundo desde nuestra comprensión del mismo, lo que se manifiesta en un discurso, nuestro discurso sobre el mundo. El objetivo de esta disciplina es analizar (con su base retórica) los discursos que construyen nuestras realidades sociales, la coherencia y verosimilitud de los mismos. Es un mecanismo de reflexión social sobre los discursos que definen e interpretan el mundo en que vivimos. Esto nos obliga a aceptar que cada persona, o cada grupo, hace su propio discurso interpretativo de los acontecimientos, según sus posibilidades, según su manera de situarse en la realidad (experiencias, educación, ideología, etc.), y que una vez situado en un discurso, procura hacer partícipe al resto de la sociedad de su discurso (de su postura, de su entendimiento de las cosas) y persuadirlo de que es el mejor entre todos los discursos posibles. Es, pues, un procedimiento, primero, de autopersuasión (me digo convencido: así creo que es lo que veo) y después de intentar trasladar a los otros nuestra convencida visión (persuasión). Todo discurso persuasivo (retórico) debe, por tanto, previamente templarse en la fragua de la autopersuasión.
Los planteamientos de la retórica constructivista entrañan, por tanto, una ética. Solo debo trasladar a los demás, con intención de persuadirlos, aquellos discursos de los que estoy convencido. Muchos escritores y pensadores lo han manifestado sin ser conscientes de estar apoyando este planteamiento discursivo. Pienso en el magnífico escritor de origen oriental pero afincado en Francia (une como pocos lo oriental y lo occidental) François Cheng. En sus Cinco meditaciones sobre la muerte nos dice:
“No conseguiríamos la Verdad, que no puede poseerse, por eso lo que nos importa ante todo es ser verdadero, al menos se tiene una oportunidad no de poseer la Verdad, sino de estar en la Verdad”.
Puesto que la verdad es la construcción interpretativa que con nuestros discursos hacemos del mundo, esa construcción – que responde a la necesidad de entender el mundo y entendernos en el mundo – en su propio origen nos obliga éticamente: ser sinceros y honestos con nosotros mismos. Hablábamos antes de un primer discurso de la autopersuasión o autoconvencimiento. Hallada esa verdad nuestra, estamos obligados para con los demás por el principio ético: con sinceridad y honestidad debemos participarles nuestro hallazgo discursivo; debemos trasladarles nuestro discurso con todos los recursos posibles para hacérselo convincente. Pero lo único que legitima la estrategia persuasiva es la honestidad.
Los que quieren equiparar relativismo, necesaria postura subjetiva, con el todo vale, no parecen entender la ontología, la epistemología y la ética que subyacen y entrañan esta postura.
En la democracia formal y pervertida que estamos viviendo hoy, resulta difícil distinguir la verdad, es decir, la honestidad, del discurso de todas y cada una de las formaciones políticas. El abstencionismo cada vez mayor que está habiendo sin duda tiene una de sus múltiples razones en el desencanto del electorado para con la capacidad de los políticos de ser verdaderos. El público no los percibe como políticos que están en la verdad, sino como oportunistas de su verdad interesada.